Cuando era chico decía que el pino ese que estaba ahí adelante, cerca del cerco, era yo. También decía que las tormentas lo hacían crecer. Sabía que mi altura nunca alcanzaría la altura de los árboles. Ellos echan raíces, se expanden y se elevan, nosotros, tan sólo intentamos. Y cada intento es poda y florecimiento.
El día que podaron el pino, por su sequía, yo no estaba. Pero dejaron el tronco cortado al ras, liso, no se podía pensar en su altura, ni cuanto se hubiera expandido; y unas flores circundaban su despedida. Recordé en ese momento las guirnaldas de navidad y un acampe bajo su sombra, recordé su silueta de espiga en las noches de verano, recordé que siempre miraba hacía adelante, cerca del cerco. Por esas épocas, nada podía distraer el extraño complot silencioso que teníamos. Si el estaba bien, entonces yo también.
El día que podaron el pino supe que empezaba otra vida. La vida número dos, sin aliados ni bastones ficticios, pero con la seguridad de un destino de árbol.