miércoles, 16 de septiembre de 2009

Minuto 13


Algo extraño. El segundero del reloj de la plaza, en Dübendorf, se detenía por sesenta segundos cuando la aguja llegaba al minuto trece. Luego retomaba con normalidad el ciclo incansable. No sólo la aguja se detenía sino todos sus habitantes. Quien no lo hacía corría el riesgo de ser tomado como turista o rebelde. La secuencia y la pausa constituían lo conocido de esa comarca que veía con recelo la posibilidad de una vida sin interrupciones. Casi no necesitaban bajar la vista al reloj. Esperaban el ciclo y emprendían con exactitud el acto inmóvil. El minuto trece, cuajaba el ritmo en dos mitades.
Se suspendía la actividad urbana en ese instante y el congelado de acciones alcanzaba a deportistas, comerciantes, ancianos, niños y artistas que suspendían de a ratos la inspiración. Quedaban las preguntas incisivas para ese momento, esperando respuestas elaboradas. Las leyes de tránsito hablaban sobre la importancia del minuto doce. Las normas de convivencia sugerían ceder el asiento a las embarazadas durante la espera.
Durante ese tiempo en pausa, los habitantes de Dübendorf quedaban en silencio descansando de sus pensamientos, dirigiendo las miradas hacia ningún punto en particular. El lugar se calmaba como el impulso previo a la exhalación de aire de los pulmones.
El pequeño pueblo Suizo, conocido por la gran cantidad de asientos sobre las veredas, entregaba un reloj al recién nacido que debía conservar hasta el momento de la muerte; que los tomaba por sorpresa, como a los enamorados, que no saben nada de esperas.