martes, 23 de febrero de 2010

Cambio de rótulo


    El escritor de la calle Lomas necesitaba depositar sus ideas en papel. Masticó mentalmente algunos conceptos mientras volvía a su casa. Caminó observando las baldosas de la vereda aunque en realidad bien sabemos que no les prestó atención. No saludó a quien quizás lo conocía. No se detuvo a curiosear a los cuatro ladrones de carteras detenidos con sus cabezas en el asfalto. La sangre de la anterior escena no alcanzó para distraerlo. Un bocinazo lo trajo por algunos instantes al mundo pero supo bien sortear el inconveniente.
  El escritor de la calle Lomas subió tres pisos por escaleras y agotado, abrió la puerta del armario para sacar la vieja rémington, que llevaría sus ideas al papel - después de golpear cada tecla con la violencia necesaria para mellar la tinta en lo que él pensó iba a ser una pequeña historia-.
  El escritor de la calle Lomas comenzaba su novela sin querer, esa noche, la noche que no pudo dormir gracias al suspenso que un par de ideas habían generado.
 El escritor de la calle Lomas tuvo un mal final. Fue detenido por golpear brutalmente a su mujer en la calle. Ella había prendido fuego sus escritos y había mal vendido la vieja máquina de escribir. Discutieron. Antes discutieron.
 En el barrio no extrañamos al golpeador de la calle Lomas, nada sabemos de él ni de su suerte. En alguna librería, la novela espera ser descubierta.

sábado, 20 de febrero de 2010

Historias caminadas( ocultas)





Micromundo

  Veo al microondas como un pequeño universo
  el café con leche gira
  iluminado
  durante un tiempo
  en el mismo sentido
  hasta que todo se detiene y se apaga

Recolector de ideas

El buscador de cosas impensadas
descubrió que en el centro de la ciudad
hay mas escalones que personas
mas vehículos que árboles
mas baldosas que niños jugando
más semáforos que poetas

Sombras:

      La mañana invitaba a salir. Busqué abrigos para sincronizar con el invierno de afuera. La oblicuidad del sol jugaba con los aciertos, se escondía de mi posibilidad tras los muros de cemento. Piezas exiguas de delicadeza que se elevan con el simple fin de prohibir algo de luz en las veredas. Caminé entre los grises hasta que conseguí mi premio en siete baldosas. El hallazgo, invitaba a conformarme.



  El taxi que vos querés
 
  El taxista de la ciudad de las sombras, conoce la verdad, pero cambia su discurso con cada nuevo pasajero. Y eso es verdad.

  

 Alarmante

       El sonido de la alarma se mantuvo durante dos horas. Conocemos la secuencia, un chillido agudo, un sonido a motosierra, unos martillazos punzantes y la pequeña pausa para dar entrada al nuevo ciclo. En el auto, cuelgan algunos cables de la gaveta donde existía un autoestereo, faltan un par de anteojos y  algunos objetos que se descubrirán mas adelante. El ladrón ya está llegando a su casa con el dinero de la venta y en ese mismo momento, un señor de traje gris detiene la alarma.


    
  La sensación

    Nada se compara a la sensación de llegar a casa. Eso me dijo el señor del piso catorce en el ascensor. Admití que me ocurría lo mismo. Días más tarde coincidí un descenso con la mujer del señor del piso catorce. Ella me dijo: mi marido se vive escapando, se escapa de mi, y yo pensé, que él sólo ama, la sensación de llegar.

  El carnaval que no fue

Perdimos todo intento de carnaval. La señora con el vestido azul mojado amenazó con llamar a la policía y luego demandarlos. Los chicos escondieron los globos de agua y nunca más hablaron del tema.

  Cigarros

    Cuando ella se fue él prendió un cigarrillo. Lo escondía detrás de un armario. Después ventiló la casa. Ella había salido a fumar a escondidas y antes de regresar, compró  un caramelo de mentol. A la noche cenaron y hablaron de otros absurdos de gente conocida.

Mezclas
Los manteles blancos se ajustaban en la sala perfecta
 la vela derretía la cera en el tiempo estipulado
Sin pedir permiso el aroma de carnes asadas ingresaba al distinguido restaurant de comida japonesa
La identidad perdida, y encontrada, en la salsa de soja.




Dos clases de deudas
La silla sostenía dos camperas
una cartera
tres juguetes desarmados
y la ausencia del padre.

En otra mesa
Hablaban de perros
sus razas
durante un rato hablaron
querían esquivar el tema que los había reunido.

Dímelo con flores.

     Un mantel de hule con flores. Unas cortinas blancas con dos flores rojas bordadas. Una foto, sobre la repisa de los libros, mostraba un jardín. Compró una hebilla para el pelo y tenía un dibujo que simulaba una flor; pero no  quiso macetas en el departamento.



La libélula

    A los médicos hay que esperarlos. Los turnos se superponen. Los pacientes caminan por los pasillos de la clínica mirando la pared de impecable blanco. Cuatro cuadros incomprensibles cortan la pulcritud. Unas figuras geométricas y unos colores vivos pretenden descontracturar la mente que espera.  En esos momentos no pasa nada ni va a pasar. Una libélula lo sabe, choca contra los vidrios una y otra vez, negándose a la estadía.

  
MONTEVIDEO

      La ciudad vieja de Montevideo refleja resabios de tiempo detenido en los frentes de las casonas grises. Punto de convivencia de razas, estilos, formas, estados sociales.
      La brisa del océano recorre las veredas baldeadas. Bajo una farola gigante una mulata espera la tarde, sentada en los escalones de su casa. Mi lente busca sin descanso, ansioso ser, queriendo llevar la magia del lugar en un poema o una foto.
Hubiera escrito algo sobre la sorpresa sostenida en mis pies, algo que avise cada esquina nueva de la ciudad vieja, del sabor del boñato asado, de los pintorescos bares, del ritmo de carnaval y los colores de las pintadas.
 Preferí clavar el recuerdo
Como un tajo cicatriz

El hombre por cien

   Un señor se acerca y me dice que el diecisiete por ciento de la gente toma cortado en jarrita, que el treinta y cinco por ciento logra degustar un buen vino, que el cuarenta por ciento toma gaseosas y el resto no sabe. Me sorprende su análisis y le contesto que voy a tener en cuenta esa información. Su mirada queda detenida a la altura de mi camisa.  Yo también miro mi camisa. Luego llevo mi vista hacia la calle para evitar la incomodidad.   ¿Ud me conoce? – me dice casi angustiado-. Le contesto que no. ¿Sabe que el noventa y nueve por ciento de la gente no me conoce? La verdad que no lo sabía, así que negué con un movimiento de cabeza.  Después de un rato volvió a indicarme. ¿Sabe que el ochenta por ciento de la gente que niega con la cabeza quiere no ser molestado? Hice un gesto que denotaba una obviedad. Me corrí un par de asientos de la barra del bar, los necesarios para evitar la charla. Antes de irse me saludó. Nos vemos, cuidate…!ah!, ¡ojo que mañana hay un sesenta por ciento de probabilidad de lluvia!




sábado, 13 de febrero de 2010

Retrato de una vida sin paraguas

Sucedió luego que se calmó la lluvia, estoy segura. Había dejado el paraguas y las dos botas afuera para no arruinar la alfombra. Oí ladridos de perro en el palier y unos pasos apresurados; sólo que en ese momento no reparé en pensar que mi vecino iba a robar lo que yo no había entrado. Ahora me toca viajar en el ascensor ocho pisos abajo con el ladrón. Me dice cosas sobre el clima, el perro me mira, y no le sonrío como siempre. Cuando paso la puerta de entrada y vuelvo sobre mis pasos para comprobar que efectivamente quede cerrada, detecto a los cuidacoches haciéndose unas señas extrañas desde una vereda a la otra. Alguien me había dicho que esa gente trabaja para la mafia, para los saqueadores de departamentos, anotan en libretas los movimientos de los vecinos y después venden esa información por pocos pesos. Por eso fui a la farmacia en un horario inesperado, una manera de despistarlos. Seguro les sorprendió mi regreso. Conocen a todos y están enterados antes que nadie de las novedades del barrio. Ellos saben que los días cinco cobro mi jubilación y que suelo salir temprano, pero no fue así esta vez. Llamé al radiotaxi para el mediodía, tuve en cuenta de no repetir empresa. El señor que me había transportado el mes anterior hablaba mucho, hasta se había metido con algunos asuntos personales. Yo no quiero hablar con taxistas, sólo quiero que me lleven. Así le dije al telefonista del cuatro ochenta y dos veintidós veintidós. No quiero música fuerte, ni fumadores, ni conversadores. Y me mandador a un opa, cuasi sordo. Le repetí tres veces los nombres de las calles donde debía detenerme por un momento. Ya vengo, dejo un sobre y seguimos para el centro. ¿Entonces espero? Y sí querido. Tomé nota del importe antes de descender. ¡Mire que el reloj sigue caminando señora!- me dijo con tono sobrador- le contesté que ya lo sabía que no era la primera vez que viajaba. Cuando regresé me había adelantado el importe, seguramente, cinco pesos de más. ¿No se cómo lo hacen?, imagino un botón que van pulsando, o quizás, la bocina, alguien me dijo que cuando tocan mucha bocina adelantan el reloj. Pero no dije nada, porque estos chicos que parecen callados pueden reaccionar mal, seguro tenía un cuchillo o algo debajo de asiento. Pagué y bajé disimulando el enojo. No quise seguir con ese degenerado que mantenía un silencio siniestro.

Como había abandonado la idea de otro taxi, decidí caminar unas cuadras. Pegada contra la pared, como dijo mi amiga, con la cartera apretada bajo mis brazos. Y si vez a alguien sospecho cruzate. Cuando llegué al centro ya me había cruzado de vereda cuatro veces y había visto dos robos. Un morochito flaquito caminó detrás de mi dos cuadras, algunas veces se adelantaba. Pensé lo peor, entonces grité. ¡cálmese señora! Suplicaba, y yo gritaba más fuerte. Luego supe que era un repartidor de impuestos.

Llegué al banco en un horario que no conocía. Mi vecina me había alertado. Ojo con el cajero de barba, el más regordete. Te saca conversación y te esconde los billetes, los tira al piso. Así le robaron a mi marido treinta mil pesos. La pucha dije yo.

Por suerte me toco el nuevo. Un chico de no mas de dieciocho años, aunque la farmacéutica de la esquina de casa diga que tiene treinta. Conté los billetes en un sillón del banco, me faltaban diez pesos. Cuando me acerqué a las cajas para reclamar, desde atrás de unos papeles, sobre la esquina del mostrador de recepción, un petizo, gordo y de barba me preguntó en qué podía ayudarme. Nada, no es nada dije. Prefería perder diez pesos a perderlo todo. En eso, un señor de mi edad se me acercó ofreciendo ayuda. Maldije mis chinelas plásticas que no permitían que acelere mi paso. Me fui sin responder a quien supongo observaba los movimientos del banco, para luego avisar a los motochorros.

Cuando salí del banco comenzó a llover. Putié a mi vecino, ladrón de paraguas. Antes de llegar a casa compré veneno. De alguna manera, ese perro me molesta hace rato.